Se discute todos los días sobre la coyuntura económica. Se repiten argumentos acerca de la velocidad o lentitud de la reactivación. Pero hay poco espacio para análisis que vayan más allá del corto plazo. Sin desconocer la importancia de una reactivación pronta, imprescindible para paliar los niveles de desempleo actuales, cabe preguntarse acerca de la orientación general de nuestra economía, inserta en un proceso de globalización que conlleva muchas amenazas.

Es un hecho que el fenómeno de la mundialización ha provocado, en el curso de las últimas décadas, una profunda mutación de los fenómenos político-económicos. Los verdaderos centros del poder ya no están en manos de quienes ostentan las apanencias del poder político. Residen cada día más en quienes controlan los mercados financieros, los grupos mediáticos, las autorrutas de las comunicaciones, la industria informática y, mañana, las tecnologías genéticas.

Se ha producido en pocos años una mercantilización no sólo de los bienes, sino también de las palabras y de las personas, de la naturaleza y de la cultura, que ha traído consigo una tremenda acentuación de las desigualdades. Se estima que la producción mundial de alimentos básicos equivale actualmente a 110% de las necesidades alimentarias mundiales, pero continúan muriendo de hambre 30 millones de personas anualmente y más de 800 millones están subalimentados.

En 1960, el 20% más rico de la población mundial disponía de un ingreso 30 veces más elevado que el 20% más pobre. Actualmente ese 20% privilegiado dispone de ingresos 82 veces superiores. De los 6.000 millones de habitantes de la Tierra, 500 millones viven en la mayor abundancia y 5.500 millones soportan la escasez.

Estas desigualdades no son invento de mentes afiebradas, pues responden a mediciones cada vez más precisas que se consignan en diversos estudios del Banco Mundial, que están confirmadas por lo demás en el informe mundial sobre el desarrollo humano, de la ONU.

Pero lo que estos análisis no quieren reconocer es que la agravación del fenómeno de la desigualdad se ha producido en un período en que ha primado un pensamiento único en materias económicas. Desplomados los socialismos reales, los criterios neoliberales no han tenido contra-peso alguno en el mundo, impulsados desde centros de poder internacional tan gravitantes como el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) y la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Las políticas que hoy día se imponen como verdades absolutas están orientadas a una desregulación financiera total, con miras a la utopía de un mercado mundial perfecto. La mundialización de los mercados fínancieros garantiza una movilidad sin precedentes de los capitales y da a los inversionistas posibilidades insospechadas, ya que los países pobres deben competir para atraerlos, otorgándoles cada vez más franquicias.

Entre tanto, se imponen políticas de disminución del costo de la mano de obra, flexibilización de los contratos de trabajo, privatización sin límites y recorte de los gastos públlcos. Cada vez menos Estado, teóricamente con miras a dar mayores posibilidades a la sociedad civil, lo que sería muy positivo, pero en definitiva parece significar cada vez más poder para el capital financiero internacionalizado.

Si estos son los resultados del neoliberalismo a nivel mundial, más allá de discusiones coyunturales sobre esta o aquella medida reactivadora de corto plazo, convendría dedicar algún tiempo, también, a la orientación general de nuestra economía. Es cierto que en los últimos 10 años hemos hecho avances importantes, que en la carrera por el crecimiento económico los logros han sido notables, pero se han demostrado febles al tener que enfrentar los vaivenes económicos mundiales. ¿Es posible soñar con que conquistaremos un lugar para nuestros 14 millones de habitantes entre aquellos 500 millones que se reparten la parte sustancial de la riqueza y el poder mundial? ¿Dejaremos pronto atrás a los 5.500 millones que viven en la escasez? Puede ser sólo el sueño de minorías dispuestas a hacer el esfuerzo para ellas mismas, aunque el resto del país permanezca igualmente atrasado.

Después de 10 años de gobiernos concertacionistas, quizás sea necesario reformular nuestras visiones económicas, denunciar con más energía los sofismas neoliberales y acentuar las políticas solidarias.("La Nación", Chile, 10.09.2000)